GASTO SOCIAL

30 DE ABRIL 2012

El fabuloso mito del cristianismo de que “los primeros fieles de ese culto eran personas rectas y ejemplares que los hicieron víctimas de la intolerancia del Sacro Imperio Romano”, que para ese entonces dominaba lo que hoy es Jerusalen es un caso de polémica, sobre todo a la luz de los escritos de uno de los padres de la Ilustración, Voltaire.

 

Hasta antes del año 323, cuando Constantino reconoce al catolicismo como la religión oficial del Imperio, la vida de los cristianos no era del todo pacífica ni menos ejemplar. Ya habían pasado por luchas intestinas fuertes, actos de barbarismo hacia otros cultos y mucha intolerancia y fanatismo.

 

Con 46 concilios en esos primeros 300 años de existencia y varios Papas (como cuenta Salvador Freixedo), generaron un ambiente con tal cantidad de disensiones, enemistades y odios que a punto estuvieron de acabar con su presunta unidad, que llegó por extraño que parezca, de parte de Constantino, que al mismo tiempo dejaba en claro su primera gran contradicción al aceptar ser parte de un régimen, que según ellos, los había perseguido.

 

Surgen lógicas cuestiones cómo, ¿por qué aceptar protección del Imperio Romano que antes había sido su verdugo? Esto nos lleva a otra de las fantasías de católicos y cristianos; el Estado Romano no persiguió a los primeros cristianos sino que se emitió leyes que protegían la libertad de culto. Los supuestos mártires como San Poliuto y otros más, eran invenciones de acuerdo a lo redactado en el Tratado sobre la Tolerancia.  

 

San Poliuto fue juzgado por el Estado Romano por haber insultado y destruido los objetos del templo romano. Él como otros cristianos más, eran intolerantes y gustaban de desafiar al resto de creencias, sobre todo a los judíos, situación que se ve una y otra vez en la Biblia; no eran víctimas de persecución, ni agredidos por las autoridades y cuando lo fueron fue precisamente por su espíritu intransigente con los demás, tampoco se estableció para ellos el circo romano.

En los primeros años del cristianismo, cuando el catolicismo no existía, había al interior de ese culto todo tipo de doctrinas diferentes, algunas llamadas heréticas como judaizantes, ebionitas, nazarenos, marcionistas, apolinaristas, gnósticos, arrianos, semiarrianos, docetas, maniqueos, unitaristas, sabeliano, modalistas, nestorianos, priscilianos, pelagianos, por mencionar unas cuantas de las mayormente conocidas. Por supuesto, sus diferencias eran tales que hasta se mataban para buscar la razón que no obtenían del cielo.

 

Pero la conducta hostil de los cristianos no es gratuita; proviene en parte de enseñanzas de su mismo guía, Jesucristo. En diversos episodios, como cuando entra al templo de los romanos, los insulta y destruye a quienes venden en ese lugar que no era suyo, pero dice que es de “su padre”, porque en ese tiempo, el cristianismo no contaba con iglesias. “¿En qué país se tolerarían semejante insulto?”, se pregunta Voltaire sobre estos arranques de intolerancia.

 

Más allá de esto y en lo que concuerdan los teólogos y autores cristianos, es que este culto estaba dirigido estrictamente a las clases desposeídas, a los pobres. Cuando aceptan la protección oficial de parte del Imperio es cuando tienen la posibilidad de llegar a los estratos altos, a la clase en el poder, algo que marca al catolicismo pues al aceptar esta relación, sin saberlo, inicia su decadencia al dejar de lado su formación insurgente.

 

El acceso al poder los hace todavía más intolerantes ya que tienen la posibilidad de servirse y apoyarse en el poder, forman órdenes por todos lados y se respaldan de ejércitos e instrumentos de persuasión social como nunca lo habían hecho en el pasado. Órdenes como las de los Caballeros Templarios, los Caballeros de San Juan y la Orden Teutónica, son de tipo militar–religiosa, al servicio de la causa, no de la fe, sino de un puñado de reyes y papas ambiciosos que las usan para apropiarse de territorios y riquezas.

 

Todo ello; y más tarde el salvaje Santo Oficio los hunde en el descrédito total donde la única forma de imponer la religión es a punta de garrote y atacando al resto de cultos. China y Japón, estados por excelencia plurales en la cuestión religiosa, se ven forzados a expulsar a los jesuitas de sus territorios, pero a estas alturas, su deterioro es ya abierto.

 

Durante la llegada de los españoles a América, la espada precede a las campañas de evangelización y en vez de llegar navíos llenos de monjes, llegan repletos de criminales comandados por Cristóbal Colón que llegan por esclavos y oro para los Reyes Católicos. Todo en nombre de Dios.

 

El punto de quiebre en la historia fue sin duda esa alianza establecida con Constantino, que extravió por completo a este culto, ya ciego en su ansia de poder, nada lo detuvo y hasta hoy se viven secuelas de quienes prefirieron abrazar los placeres terrenales en vez del reino de los cielos que predican.